Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma.
Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus
obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras.
Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y
tiemblan. ¿Más quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?
(Santiago 2.17-20)
Santiago describe dos clases de fe en su epístola. Contrasta
una fe viva y genuina, que compara con una fe muerta y falsa que sólo da una
falsa esperanza. Santiago está advirtiendo a los que profesan ser cristianos,
cuya fe es estéril y sin fruto, que son tontos si no reconocen que su fe está
muerta e inútil (Santiago 2:17, 20).
Sólo una fe genuina da fruto. La fe sin obras es la fe de
los demonios, el mero asentimiento intelectual sin arrepentimiento. Cuando
Santiago dice: "muéstrame tu fe", está pidiendo pruebas de su nueva
vida en Cristo (Santiago 2:18). Puesto que la fe es invisible, no puede ser
vista por otros hombres, del mismo modo, nadie puede ver una racha de viento,
pero se pueden ver sus efectos. La verdadera fe es justificada por aquellos que
son "hacedores de la palabra y no tan solamente oidores” (Santiago 1:22).
Es por eso que Santiago dijo: “Yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18).
Entonces, pongamos atención que las buenas obras sin fe son
obras muertas, carentes de raíz y principio. Todo lo que hacemos por fe es
realmente bueno, porque se hace en obediencia a Dios, pero cuando no hay fruto
es como si la raíz estuviera muerta. La fe es la raíz, las buenas obras son los
frutos y debemos ocuparnos de tener ambas. Esta es la gracia de Dios por la
cual resistimos y a la cual debemos defender. No hay estado intermedio. Cada
uno debe vivir como amigo de Dios o como enemigo de Dios.
Vivir para Dios, que es consecuencia de la fe, que justifica
y salvará, nos obliga a no hacer nada en su contra sino a hacer todo por Él y
para Él.
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