19 noviembre 2021

¿Adoramos a nuestros pastores?

Cuando oímos habla de idolatría, ¿Qué idea se le viene a la memoria? Tal vez la diversidad de religiones que el hombre ha creado a lo largo y ancho del mundo y del tiempo, o quizás los ritos extraños practicados por ciertas personas que tributan a ciertas figuras que consideran seres superiores o dioses pero que en realidad no son lo uno ni lo otro, sino el producto de la imaginación de las personas que quieren aferrarse a algo que les de protección y bienestar. Sin embargo, la idolatría no se encuentra tan lejos de nosotros, en realidad, la idolatría está más cerca de lo que creemos, se encuentra dentro de nosotros mismos y muchas veces no lo advertimos.

Hace unos cuantos años tuve la oportunidad de poder participar aquí en Madrid en unas reuniones de evangelismo. El «plato fuerte» del encuentro, era la participación del famoso evangelista Luis Palau. Cuando este hombre apareció por la puerta del auditorio, se desató una estampida de cientos de personas que se agolpaban alrededor del él para que firmarse libros y cosas parecidas. Algunos no tenían problemas en abrazarle y acompañarle hasta la misma plataforma para sacarse fotos con él. El desorden era tal, que el pobre hombre interrumpió la reunión para pedir que por favor se terminase ese desorden.

Aquella experiencia me llevó a pensar sobre el culto a los «famosos» que forma parte de nuestra cultura evangélica. Desde aquel encuentro, he visto una y otra vez la misma reacción en el pueblo evangélico. Existe en nosotros una tendencia a elevar a los pastores más conocidos, y también a los menos conocidos a una posición de privilegio y admiración, que no es bueno ni para ellos ni para nosotros.

Pero, ¿por qué ese afán de estar cerca de ellos, de poderles saludar o tocar, de poder sacarnos una foto con ellos? En el fondo, sospecho que muchos de nosotros creemos que la grandeza de sus ministerios es consecuencia directa de la clase de personas que son. Miramos con algo de asombro sus ministerios y trayectoria porque sentimos que son personas de otra categoría, con cualidades y características que nosotros no poseemos.

Hay una historia en el libro del apóstol Santiago que nos quiere animar a ser más atrevidos en la oración. Para eso nos da el ejemplo del poder que esta disciplina tuvo en la vida de Elías. Oró y dejó de llover; ¡oró de nuevo, y volvió la lluvia!  (Santiago 5.17-18) No sé cuál es su reacción frente a este relato, pero sospecho que la mayoría de nosotros diría: «Yo jamás podría hacer eso».

Pero el mensaje de esta parte de la Biblia es que según el apóstol, no es que Elías fuese una persona especial a quien Dios escuchaba más cerca. No, el mensaje es que Elías era un hombre como nosotros. Dice Santiago que estaba sujeto a pasiones como las nuestras.

Este es precisamente el argumento que refuta el apóstol. Antes de que podamos reaccionar, nos dice que Elías era un hombre igual que nosotros. No tenía nada de especial. Se deprimía, como nosotros. Se enojaba, como nosotros. A veces le fallaba la fe, como nos pasa a nosotros. Sin embargo oró, y Dios le respondió.

¿A qué apuntaba Santiago? A que la grandeza de Elías no radicaba en lo que él era, sino en el Dios en quien había creído. Su grandeza no era suya. Era del Señor. Por esta razón, ningún cristiano debe sentirse intimidado por semejante ejemplo de vida, porque el mismo Dios que operaba en la vida de Elías, también opera en nuestras vidas y ministerios.

Demos gracias a Dios por el ejemplo de aquellas personas que nos enseñan y dirigen de una forma correcta y bíblica. ¡Gracias a Dios por sus vidas y ministerios! Pero no deje intimidarse por lo que son. Su grandeza no es de ellos. Es del Señor que obra en sus vidas.

 

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