24 noviembre 2018

Jesús no rechaza a nadie


Jesús acaba de dar el Sermón del Monte. La gente queda admirada de su enseñanza. Él comienza a caminar, y grandes multitudes lo siguen. Entonces sucedió. Mientras Jesús caminaba con multitud de perdonas a su alrededor, de repente, esta  se separó y se le acercó un leproso dando voces de desesperación, “Señor si quieres puedes limpiarme” (Mateo 8.1-4).


Si tenemos en cuenta las condiciones de vida que tenía que soportar los leprosos: vagar por lugares solitarios harapiento y despeinado gritando: “Impuro, impuro” y que su morada tenía que estar fuera de lugares habitados (Levítico 13.45-46), podemos entender que tal vez alguno de entre la multitud pudiera comenzar a expresar lo que había en la mente de muchos: “¿Qué está  él  haciendo aquí?,  “Alejarse del Maestro” “Vuelve a donde pertenecen los leprosos, en las afueras de la ciudad!”

Pero fue demasiado tarde. El hombre que se suponía que no podía estar  cerca de los demás, el hombre que nadie debía tocar, estaba arrodillado frente a Jesús. No tenía nada que perder y sabía que Jesús era su única esperanza: "Señor, si quieres, puedes limpiarme".
Entonces sucedió lo impensable. Jesús lo tocó, Jesús le habló, Jesús lo sanó, y al instante quedó limpio de su lepra. (Mateo 8.3).

Jesús nunca rechazó ni rechaza a una persona que venga a él destrozada, herida y considerada "inútil" por la sociedad y las personas religiosas. De hecho, ÉL reunía a estas personas a su alrededor. Recuerdas, leprosos, prostitutas, ciegos, paralíticos, poseídos. Jesús no los rechazo, sino que los sanó, paso tiempo con ellos, los perdono y los puso a su servicio.

A Jesús le encantan las cañas magulladas y las mechas humeantes. (Mateo 12.20). Las cañas magulladas pueden parecer inútiles. Las mechas humeantes pueden hacer mucho humo y dar poca luz. Sin embargo, ¿desde cuándo Dios nos ama según lo que podemos ofrecerle? El apóstol Pablo hace todo lo posible para asegurarse de que los corintios, y nosotros, comprendamos que solo por la gracia de Dios estamos en Cristo, no por nuestra propia sabiduría, estado o grandes cosas que hemos hecho (1 Corintios 1. 26-31).

Dios no desprecia nunca un corazón dolido y quebrantado... "el que viene a él, él no le echa fuera. (Juan 6.37)

La invitación está ahí,  para que la tomemos... o para que la rechacemos.

Cuando la tomamos, suceden dos cosas. La primera es que entra en nuestra vida una nueva satisfacción. El corazón humano encuentra lo que estaba buscando, y la vida deja de ser un mero vegetar para ser algo lleno a la vez de emoción y de paz. Y la segunda es que tenemos seguridad hasta más allá de la muerte. Aun el último día, cuando todo termine, estaremos a salvo.

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