Ayer viernes celebre mi cumpleaños, un año más de vida, un
año más de experiencias y aprendizajes. 67 años, cerquita ya de los 70. En lo
personal, es como tener ese sentimiento ambivalente, estoy feliz por un año más
de vida pero me siento triste porque estoy muy cerca de los setenta. Pero en
vez de quejarme por tontos prejuicios, me dediqué a darle gracias a Dios por
dejarme llegar hasta aquí́.
Para muchas personas envejecer es un problema y buscan mil
maneras para llevar esta etapa de la vida aparentemente más cómoda. Solamente
tenemos que echar un vistazo a internet y podemos ver que existe toda una
industria dedicada a “ayudarnos a rebelarnos contra los síntomas físicos del
envejecimiento”. Cosméticos, fármacos y programas de ejercicio diseñados para
los ancianos tratan de convencernos de que ser joven es la única manera de ser.
Pero, siendo realistas, ya cuando llegamos a los sesenta y pico, cerca de los
setenta, todos hemos comenzado a perder algunas de nuestras facultades. El
cabello se nos pone canoso (si es que nos queda alguno), la piel se vuelve más arrugada
y el paso más lento.
Y nos preguntamos ¿Por qué somos incapaces de aceptar esto?
Envejecer no tiene que ser una cárcel de desánimo y
desesperanza. Nos puede presentar oportunidades únicas, en las que el
significado y propósito de la vida encuentran su cumplimiento, y donde podemos
expresar el amor como siempre quisimos, pero que por alguna razón jamás
habíamos sido capaces. Y aunque el envejecimiento está asociado con dolores,
pero también está asociado con alegrías. La Biblia promete que para aquellos
que envejecemos en Cristo, hay beneficios almacenados en esta vida y en la
venidera. Está el gozo de la sabiduría, la piedad y el respeto. Dios es fiel
para proporcionar lo que nos ha prometido.
No hay duda de que Dios nos acepta aun cuando envejecemos.
En las Sagradas Escrituras queda meridianamente claro que Dios ama a las personas
mayores y los tiene en alta estima. Una vida larga es una bendición de Dios y
viene acompañada de una responsabilidad hacia la próxima generación.
Llegar a viejo puede ser un don, pero únicamente si nos
entregamos al plan de Dios. Entonces podemos dejar de quejarnos acerca de las
cosas que ya no podemos hacer y darnos cuenta que Dios está encontrando nuevas
maneras de usarnos. Con este don de Dios podemos darles ánimo a muchos otros.
Cuando encontramos la paz de Jesús, ésta reemplazará con creces las cosas que
antes hacíamos para nuestra satisfacción personal. Aún con nuestras capacidades
mentales y físicas reducidas, tenemos muchas oportunidades para trabajar por la
humanidad y por el reino de Dios en la tierra al vivir los dos mandamientos
principales de Jesús: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu
ser y con toda tu mente» y «ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22.37–39).
A medida que envejecemos, nuestra fuerza física disminuirá.
Sin embargo, incluso cuando la fuerza física falla, la fuerza espiritual surge.
El tiempo, enemigo del cuerpo, es amigo del alma. Cuando somos jóvenes somos
físicamente fuertes y espiritualmente débiles, pero cuando somos viejos somos
espiritualmente fuertes y físicamente débiles. Con una recompensa tan grande
por delante, el desafío es claro: si vamos a vivir las vidas más significativas,
vidas que glorifiquen a Dios, debemos envejecer en Cristo. Envejecer en Cristo
no eliminará los dolores, pero agregará las alegrías.
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