Las suposiciones son una de las fortalezas favoritas en las que a una mente incrédula le gusta atrincherarse. Una mente así suele crearse una sombra de su propia imaginación y luchar con ella, como si fuera una verdad; una mente así suele negarse a considerar el tremendo conjunto de claras evidencias en las que el cristianismo encuentra apoyo, y se concentra en una sola dificultad que, a su parecer, es imposible de resolver. Ni las palabras ni los razonamientos de tales personas deberían hacer tambalearse nuestra fe en lo más mínimo.
Algo que no podemos olvidar es que hay innumerables verdades en la Biblia que son claras e inequívocas, y que lo primero que debemos hacer es prestar atención a estas, creerlas y obedecerlas; si lo hacemos así, no tenemos por qué dudar que muchas cosas que ahora no comprendemos no vayan a aclararse; si lo hacemos así, podemos estar seguros de que lo que no comprendemos ahora, lo entenderemos después (Juan 13.7).
En el libro de Mateo 22.23-33 se describe una conversación
entre nuestro Señor Jesucristo y los saduceos. Estos infelices, “que decían que
no hay resurrección” intentaron, como los fariseos y los herodianos, confundir
a nuestro Señor con preguntas difíciles. Al igual que ellos, esperaban
sorprenderle en alguna palabra y rebajar la fama de Jesús entre la gente. Y,
como ellos, se quedaron completamente desconcertados.
Alguna vez abras tenido que contender con los escépticos y
con las objeciones absurdas que les ponen a las verdades de la Biblia, pero
quiero que sepas que estas objeciones ya se daban hace mucho tiempo. Los
saduceos querían demostrar que la doctrina de la resurrección y de la vida
venidera era absurda, así que se acercaron a nuestro Señor con una historia que
probablemente inventaron para la ocasión. Le dijeron que cierta mujer se había
casado con siete hermanos de forma consecutiva, habiendo muerto todos ellos sin
tener hijos; entonces le preguntaron “de cuál de los siete” sería ella mujer en
el mundo venidero, cuando todos resucitaran. El propósito de la pregunta era claro,
transparente. Lo que en realidad pretendían era desprestigiar la doctrina de la
resurrección; lo que querían hacer era insinuar que con toda seguridad habría
confusión, y dificultades, y un indecoroso desorden, si las personas volvieran
a vivir después de muertas.
No debe sorprendernos nunca encontrar objeciones parecidas
presentadas contra las doctrinas de la Escritura, y especialmente contra
aquellas que se refieren al mundo venidero. Nunca, probablemente, faltarán
“saduceos” “hombres perversos” que “meterán las narices” en cosas desconocidas
y pondrán como excusa para su incredulidad dificultades imaginarias.
Pero observemos, el extraordinario texto que nuestro Señor
cita como prueba de la realidad de una vida venidera. Les presenta a los
saduceos las palabras que Dios habló a Moisés en la zarza ardiente: “Yo soy el
Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”(Éxodo 3.6). A
continuación añade el comentario: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. (Mateo
22.32). Cuando Moisés escuchó estas palabras, Abraham, Isaac y Jacob llevaban
muchos años muertos y enterrados; habían pasado dos siglos desde que Jacob, el
último de los tres, fue llevado a la tumba; sin embargo, Dios habló de ellos
dando a entender que aún eran parte de su pueblo, y habló de sí mismo dando a
entender que Él aún era su Dios. No dijo “Yo fui su Dios”, sino “Yo soy”.
Quizá en nuestro caso, quizás no estemos habitualmente
tentados a dudar de la verdad de que habrá una resurrección y una vida
venidera, pero, por desgracia, es fácil creer verdades de un modo teórico y no
obstante no llevarlas a la práctica. A la gran mayoría de nosotros nos vendría
bien meditar en la grandiosa verdad que nuestro Señor expone en estos textos, y
darle un lugar prominente en nuestros pensamientos. Fijemos en nuestras mentes
que los muertos, en cierto sentido, aún viven. A nuestros ojos, han fallecido y
han dejado de existir, pero a los ojos de Dios viven, y un día saldrán de sus
tumbas para recibir cada uno su sentencia para la eternidad.
No existe eso que llaman “la aniquilación”; tal idea es un
engaño despreciable. El sol, la luna y las estrellas, así como las sólidas
montañas y el profundo mar, un día serán reducidos a nada; pero el más débil
bebé del más pobre de los hombres vivirá por toda la eternidad en otro mundo.
¡Que no se nos olvide esto nunca! Dichoso aquellos que podemos decir y creer de
todo corazón las palabras de las Sagradas Escrituras que dicen: Porque el Señor
mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá
del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero (1 Tesalonicenses 4.16)
Sabemos muy poco de cómo será la vida venidera en el Cielo.
Puede que nuestras ideas más claras procedan de considerar lo que no será, en
vez de lo que será. Es un estado en el que ya no tendremos hambre nunca más, ni
sed; en el que no habrá enfermedad ni dolor; en el que no existirán la vejez ni
la muerte (Apocalipsis 21.4). Ya no
habrá necesidad de matrimonios, nacimientos, y a aquellos a quienes se les permita
la entrada en el Cielo habitarán allí para siempre. Y, cambiando de negaciones
a afirmaciones, sí que hay una cosa que se nos dice muy claramente: seremos
“como los ángeles de Dios” (Mateo 22.30). Como ellos, serviremos a Dios de
forma perfecta, resuelta e incansable; como ellos, estaremos siempre en la
presencia de Dios; como para ellos, será siempre nuestro placer hacer su
voluntad; como ellos, daremos toda la gloria al Cordero (Apocalipsis 7.11-12). Estas
cosas son muy profundas, pero son todas ellas verdad.
¿Estamos preparados para esa vida? ¿La disfrutaríamos si se
nos permitiera tener parte en ella? ¿Es para nosotros un placer ahora reunirnos
con el pueblo de Dios y servir a Dios? ¿Sería un placer para nosotros ser
ángeles? Estas son preguntas solemnes. Nuestros corazones han de pensar en las
cosas celestiales mientras aún vivimos en esta Tierra si esperamos ir al Cielo
cuando resucitemos en el otro mundo (Colosenses 3.1–4).
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