02 octubre 2020

“Poderoso caballero es don dinero.”

El refrán “Poderoso caballero es don dinero” tiene algo de cierto. El dinero permite adquirir muchas cosas necesarias para subsistir, comida, ropa; con él dinero pagamos el alquiler, compramos una casa o compramos un coche. En fin el dinero es importante en esta sociedad. Pero el dinero tiene sus limitaciones. El poeta noruego Arne Garborg escribió: “Puedes comprar comida, pero no el apetito; puedes comprar medicinas, pero no la salud; camas cómodas, pero no el sueño; libros, pero no la inteligencia; diversión, pero no el placer; conocidos, pero no la verdadera amistad; sirvientes, pero no la fidelidad, puedes comprar días tranquilos, pero no puedes comprar la paz”.


También el dinero es uno de los temas más mencionados en la Biblia ¿Por qué? Una de las razones podría ser el hecho de que la forma en la que manejamos nuestras finanzas van a ser un buen indicador de nuestro verdadero carácter y de cuánto hemos permitido que Dios nos transforme en lo profundo de nuestro ser.

La Biblia nos ensena que la raíz de todos los males es el amor al dinero [1] Para poder entender porque el amor al dinero es perjudicial, primero debemos tener claro que el dinero no es bueno o malo en sí mismo. Así como una sierra o un cuchillo no son más que una herramienta y no son buenas ni malas, sino que son las personas que utilizan las herramientas (o el dinero) lo que determina si estas es algo bueno o malo. Cuando amamos al dinero convertimos al dinero en nuestro amo, tanto así que podíamos robar, malversar, mentir y hasta asesinar para obtenerlo.   

Un buen ejemplo lo tenemos en la historia que nos relata el evangelio de Lucas [2] Se sabe que los Sumos Sacerdotes que andaban buscando cómo desaparecer a Jesús y los jefes de la guardia quedaron en darle dinero a Judas por entregar al Maestro y Judas aceptó y buscaba la oportunidad para entregarle sin que la gente se diera cuenta.

Esta historia nos enseña, que el amor al dinero es uno de los mayores peligros para el alma de un hombre. No es posible imaginar una prueba más clara de esto que el caso de Judas. Esa despreciable pregunta “¿Qué me queréis dar?” [3] revela el pecado secreto que fue su perdición. Había dejado muchas cosas por Cristo, pero no su amor al dinero.

Judas Iscariote tuvo los mayores privilegios. Fue escogido como apóstol y compañero de Cristo; fue testigo de los milagros de nuestro Señor, y escuchó sus sermones; vio lo que Abraham y Moisés no vieron, y oyó lo que David e Isaías no oyeron; vivió en la compañía de los once apóstoles; fue un colaborador de Pedro, Santiago y Juan; pero aun con todo esto, se aferró a un pecado que le era especialmente deleitoso, su amor al dinero le condeno.

La historia de la Iglesia está repleta de ejemplos de esta verdad. Por dinero, José fue vendido por sus hermanos, por dinero, Sansón fue entregado a los filisteos, por dinero, Giezi engañó a Naamán y le mintió a Eliseo, por dinero, Ananías y Safira intentaron engañar a Pedro, por dinero, el Hijo de Dios fue entregado en manos de hombres impíos. Parece ciertamente asombroso que se pueda desear tanto el dinero siendo la causa de tanto mal.

Guardémonos todos del amor al dinero. Tal amor abunda en el mundo de hoy; que es una peste muy extendida. Cualquiera puede ser víctima del contagio, desde el menor hasta el mayor. Es posible amar el dinero sin tenerlo, igual que se puede tener dinero y no amarlo: es un mal que actúa de forma engañosa, y nos lleva cautivos antes de que podamos darnos cuenta de que nos ha encadenado. Si se le permite tomar el mando siquiera un momento, endurecerá, paralizará, cauterizará, congelará, secará y marchitará nuestras almas. Fue la causa de la caída de un apóstol de Cristo; asegurémonos de que no lo es de la nuestra. Una grieta puede hundir un barco; un pecado puede ser la perdición de un alma.

Deberíamos recordar con frecuencia esas solemnes palabras: “¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”; “Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar” [4]. Esta debiera ser nuestra oración diaria: “No me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario” (Proverbios 30.8). 

[1].- 1 Timoteo 6.10

[2].- Lucas 22.5-6

[3].- Mateo 26.15

[4].- Mateo 16.26

 

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