En la época del descubrimiento de América, los reyes
españoles firmaron acuerdos con los que querían lanzarse a la conquista de las
nuevas tierras. Estos acuerdos, llamados capitulaciones, establecían derechos y
obligaciones, tanto de los reyes como de los conquistadores. El que recibía la
capitulación tenía derecho a conquistar, poblar y gobernar las nuevas tierras.
En el caso de Cristóbal Colón, él recibía el título de Almirante Mayor, Virrey
de todas las islas que descubriere. Juez en las causas del tráfico de
mercaderías; también recibía la décima parte de todo el oro y plata que
descubriera o ganara o que pasaron por su Almirantazgo, y lo mismo de todas las
piedras preciosas. A cambio, el rey ejercía el dominio de todas las tierras,
recibía el porcentaje de riquezas que se obtuviera y nombraba el resto de los
funcionarios.
Ahora nos preguntamos: Mil quinientos años antes, ¿qué
capitulación firmó Jesucristo, el Rey, con aquellos que se lanzaban a la
conquista del mundo entero como el caso de los apóstoles? ¿Qué porcentaje de
oro, plata, piedras preciosas, o qué títulos o cargos les ofreció? ¿Les
prometió acaso un lugar de privilegio en el ejercicio del poder político, a su
derecha o a su izquierda? (Mateo 20.20-21)
Hoy en día seguimos viviendo con estas expectativas,
esperando ser recompensados por cada acción que realizamos, por cada servicio
que brindamos. Pero Jesucristo nos advierte que quienes viven procurando que
este mundo los haga grandes por los méritos que presuman haber logrado no
evidencian otra cosa que un espíritu mezquino y ventajista. En cambio, los que
capitulan con él han de procurar ser los servidores más eficientes y más
humildes, renunciando al materialismo y a las grandezas que este mundo pudiera
ofrecer.
Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los
gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes
ejercen sobre ellas potestad. Más entre vosotros no será así, sino que el que
quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros
será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino
para servir, y para dar su vida en rescate por muchos. (Mateo 20.25-28)
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