Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque
él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no
prometas, y no que prometas y no cumplas” [1] dice el Sabio. Pero con demasiada
frecuencia hacemos exactamente eso: fallamos por completo en hacer lo que prometimos.
No importa como sean nuestras promesas, sean grandes o pequeñas o las más
significativos y las menos importantes.
Jesús contó una vez una pequeña parábola acerca de ser
imprudente y de calcular adecuadamente el costo antes de hacer un compromiso. “Porque ¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y
calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento,
y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo:
Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro
rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que
viene contra él con veinte mil?” [2]
Jesús estaba diciendo a sus seguidores, que consideraran el
costo del discipulado, que comprendieran que seguirlo tendría un costo de
sufrimiento, dolor y persecución. Decir “sí” a Él era decir “sí” a llevar su
cruz. Y por eso quería que pensaran, que consideraran y que entendieran a qué
se estaban comprometiendo. Quería protegerlos de declaraciones de fe
apresuradas, de promesas que no cumplirían.
Cuando hagamos alguna promesa, es importante calcular el costo,
porque no es muy correcto prometer y no pagar. Cuando hagamos una promesa a
Dios, no tardemos en cumplirlo, porque Él no se complace en los necios. Es de
pocos inteligentes el que promete y luego simplemente se encoge de hombros ante
su compromiso. Debemos pagar lo que prometemos
Sin embargo, no hay temor en el más grande de todos los
hacedores de promesas. Dios ha hecho la mayoría de las promesas y las promesas más
grandes y satisfactorias que podemos imaginar. Él ha prometido quitar nuestro
pecado para que seamos tan puros y santos como su Hijo, ha prometido estar
presente con nosotros a través de nuestras pruebas más profundas y
circunstancias más difíciles, ha prometido nunca dejarnos ni desampararnos, ha
prometido que hace todas las cosas para nuestro bien y ha prometido que al
final de nuestros días encontraremos que morir es sólo dormir y que cerrar los
ojos aquí es abrirlos en el cielo.
Hermanos podemos tener plena confianza en que Él es el verdadero
hacedor de promesas y que Él demostrará ser el verdadero cumplidor de promesas,
porque antes de hacer la menor de estas promesas, calculó el costo. No prometió
nada que estuviera más allá de su capacidad de cumplir, nada que pudiera ser
frustrado por el tiempo, el enemigo o las circunstancias, nada que fuera
precipitado o imposible. Eso es cierto aun cuando hizo promesas y declaraciones
tan excepcionales, como estas: “Yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay
semejante a mí, que anuncio lo por venir
desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi
consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero…Yo hablé, y lo haré venir; lo he
pensado, y también lo haré” [3]
Dios puede prometer porque ha considerado sus capacidades,
ha revisado sus recursos, ha equilibrado los impedimentos, y habiendo hecho
todo eso, ha hablado con el mayor cuidado y declarado con la más alta certeza.
Será fiel a cada una de sus palabras y es digno de nuestra más alta confianza.
A Él sea toda la gloria y honra.
[1].- Eclesiastés 5.4-5
[2].- Lucas 14.28-30
[3].- Isaías 46.10-11
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