Cuando oímos habla de idolatría, ¿Qué idea se le viene a la memoria? Tal vez la diversidad
de religiones que el hombre ha creado a lo largo y ancho del mundo y del
tiempo, o quizás los ritos extraños practicados por ciertas personas que
tributan a ciertas figuras que consideran seres superiores o dioses pero que en
realidad no son lo uno ni lo otro, sino el producto de la imaginación de las
personas que quieren aferrarse a algo que les de protección y bienestar. Sin
embargo, la idolatría no se encuentra tan lejos de nosotros, en realidad, la
idolatría está más cerca de lo que creemos, se encuentra dentro de nosotros
mismos y muchas veces no lo advertimos.
Hace unos cuantos años tuve la oportunidad de poder
participar aquí en Madrid en unas reuniones de evangelismo. El «plato fuerte»
del encuentro, era la participación del famoso evangelista Luis Palau. Cuando
este hombre apareció por la puerta del auditorio, se desató una estampida de cientos de
personas que se agolpaban alrededor del él para que firmarse libros y cosas parecidas. Algunos no
tenían problemas en abrazarle y acompañarle hasta la misma plataforma para sacarse fotos con él. El
desorden era tal, que el pobre hombre interrumpió la reunión para pedir que por
favor se terminase ese desorden.
Aquella experiencia me llevó a pensar sobre el culto a los «famosos» que forma parte de nuestra cultura evangélica.
Desde aquel encuentro, he visto una y otra vez la misma reacción en el pueblo
evangélico. Existe en nosotros una tendencia a elevar a los pastores más
conocidos, y también a los menos conocidos a una posición de privilegio y
admiración, que no es bueno ni para ellos ni para nosotros.
Pero, ¿por qué ese afán de estar cerca de ellos, de poderles
saludar o tocar, de poder sacarnos una foto con ellos? En el fondo, sospecho
que muchos de nosotros creemos que la grandeza de sus ministerios es
consecuencia directa de la clase de personas que son. Miramos con algo de
asombro sus ministerios y trayectoria porque sentimos que son personas de otra
categoría, con cualidades y características que nosotros no poseemos.
Hay una historia en el libro del apóstol Santiago que nos
quiere animar a ser más atrevidos en la oración. Para eso nos da el ejemplo del
poder que esta disciplina tuvo en la vida de Elías. Oró y dejó de llover; ¡oró
de nuevo, y volvió la lluvia! (Santiago
5.17-18) No sé cuál es su reacción frente a este relato, pero sospecho que la
mayoría de nosotros diría: «Yo jamás podría hacer eso».
Pero el mensaje de esta parte de la Biblia es que según el
apóstol, no es que Elías fuese una persona especial a quien Dios escuchaba más
cerca. No, el mensaje es que Elías era un hombre como nosotros. Dice Santiago
que estaba sujeto a pasiones como las nuestras.
Este es precisamente el argumento que refuta el apóstol.
Antes de que podamos reaccionar, nos dice que Elías era un hombre igual que
nosotros. No tenía nada de especial. Se deprimía, como nosotros. Se enojaba,
como nosotros. A veces le fallaba la fe, como nos pasa a nosotros. Sin embargo
oró, y Dios le respondió.
¿A qué apuntaba Santiago? A que la grandeza de Elías no
radicaba en lo que él era, sino en el Dios en quien había creído. Su grandeza
no era suya. Era del Señor. Por esta razón, ningún cristiano debe sentirse
intimidado por semejante ejemplo de vida, porque el mismo Dios que operaba en
la vida de Elías, también opera en nuestras vidas y ministerios.
Demos gracias a Dios por el ejemplo de aquellas personas que
nos enseñan y dirigen de una forma correcta y bíblica. ¡Gracias a Dios por sus
vidas y ministerios! Pero no deje intimidarse por lo que son. Su grandeza no es
de ellos. Es del Señor que obra en sus vidas.
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