Hace unos años conocí a un pastor que le había diagnosticado
“ansiedad” Para él su presunta enfermedad era que estaba “simplemente
preocupado". Me lo dijo de una manera alegre y medio en broma. Sin
embargo, era cierto, este ministro del Señor estaba preocupado, su trabajo
secular, difícil y exigente que consumía su tiempo y atención, su preocupación
por su familia (hijos adolescentes), por la congregación y, a menudo, por el
peso de sus responsabilidades, habían hecho de este hombre una persona enferma
de ansiedad.
La ansiedad es un trastorno de salud mental caracterizado
por sentimientos de preocupación, o miedo que son lo suficientemente fuertes
como para interferir con las actividades diarias. A menudo incluye ataques de
pánico, trastorno de estrés postraumático y trastorno obsesivo compulsivo.
Según las Sagradas Escrituras, la ansiedad es un asunto
serio. Jesús ordenó a sus discípulos: “No os afanéis por vuestra vida” (Mateo 6.25)
Para muchas personas la ansiedad es pecado, pero ¿lo es en todos los casos?
Las Escrituras no presentan toda la ansiedad como pecado. El
apóstol Pablo, en su papel pastoral, experimentó una cierta ansiedad propia.
Escribió a los corintios que además de las otras dificultades que enfrentó, padeció de ansiedad “y
además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por
todas las iglesias” (2 Corintios 11.28) Sin embargo, como Pablo lo describe a
los corintios, no es una ansiedad pecaminosa lo que tiene, sino una preocupación piadosa y
amorosa.
La mayoría de nuestras ansiedades pecaminosas están ligadas
a preocupaciones adecuadas. Es apropiado hacer bien tu trabajo, mantener a tu
familia, cuidar a tus hijos, cumplir con los deberes que Dios te ha llamado a
hacer. Deberíamos preocuparnos por todos ellos. Si. La pregunta es: ¿Cuándo
estas preocupaciones apropiadas se convierten en pecaminosas? ¿Cuándo se
convierte el cuidado piadoso en una preocupación impía?
Un buen lugar para comenzar es con la historia de Jesús, María
y Marta en Lucas 10.38–42. Jesús está en la casa de María y Marta, y Marta está
ocupada sirviendo a los invitados y probablemente preparando una comida. María,
en cambio, está sentada a los pies de Jesús escuchando su enseñanza. Marta se
exaspera y le dice a Jesús que le diga a María que la ayude. Pero Jesús
responde: “Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás
con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena
parte, la cual no le será quitada” (vv. 41-42). Marta se consumió con lo bueno
y perdió de vista lo mejor. Ella estaba trabajando arduamente al servicio de
Jesús, pero dejó de enfocarse en Jesús mismo.
La culpa de Marta no fue que ella sirviera. Nosotros como
cristianos tenemos que servir y no ser servidos (Mateo 20.28) Su culpa fue que
se “centro mucho en el servir y se distrajo de lo más importante, la presencia
de Jesús.
Esto, en pocas palabras, es ansiedad pecaminosa. Está siendo
consumido por preocupaciones legítimas mientras quitamos nuestros ojos de
Jesús. En otras palabras, la ansiedad pecaminosa pone los cuidados y
responsabilidades mundanos por encima de Cristo. Ocupan el primer lugar; Cristo
ocupa el segundo lugar.
No puedo concluir sin mencionar el antídoto por excelencia a
esta ansiedad pecaminosa: la oración. El apóstol Pablo nos ha dejado uno de los
pasajes más claros sobre la ansiedad en Filipenses 4.6: «Por nada estéis
afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante del Dios y Padre en
toda oración y ruego, con acción de gracias»
Cuanto más aprendemos a desarrollar un sentido constante de
la presencia de Dios en nuestra vida a través de la oración, tanto más vamos a
experimentar el bálsamo terapéutico de la paz de Dios. Pablo lo describe con
tal fuerza que sobra cualquier comentario:
«Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento,
guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». (Filipenses
4.7)
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