Esta semana la Asociación de la Prensa de Madrid premió al
periodista Carlos Alsina por su labor en el año 2020 al frente del programa de
«Más de uno» de Onda Cero. Todos recodaremos este año 2020 como el año de la
pandemia en todo el mundo, y por ser cuando la información se convirtió en el
valor más importante de una sociedad moderna. La labor de este periodista fue
reconocida por la Asociación de la Prensa y le otorgaron el título de mejor
periodista del año 2020.
Soy un asiduo seguidor de Carlos Alsina no solo por su diligencia
y veracidad, sino también por su alto grado de complicidad con sus
espectadores, lectores y oyentes, demostrando en sus reportajes la total
imparcialidad en la emisión de juicios, con una peculiar y fina ironía y un
manejo impecable del lenguaje. Pero también reconozco que para que este
periodista informe de la manera que lo hace, y a pesar de sus “dones” es también
gracias a la gran cantidad de personas que aunque en la sombra son participes
activos en todas estas noticias y programas.
Estoy convencido de que somos propensos a dar demasiada
importancia a los reconocimientos más públicos y demasiado poco a los más
privados. Alabamos a quienes se paran en los atriles del evento y son visibles
a nuestros ojos y oídos. Celebramos a los que se sientan en los sofás de la
conferencia para responder a nuestras preguntas. Honramos a quienes escriben
los libros más vendidos. Cuando se nos
da la oportunidad, nos adelantamos para estrecharles la mano, mostrarles
nuestra admiración y hasta nos tomamos una selfie.
Hace unos meses me llamo un hermano para donarnos a la
Capellanía Hospitalaria una caja de calendarios de la buena semilla para
obsequiar a los pacientes y médicos del hospital. Cuando llegue a la iglesia
estaban en medio de una gran reunión. Había muchos hermanos abarrotando el auditorio,
cantando cada canción con gran pasión, escuchando cada mensaje con gran
atención. Pero cerca, hubo una cosa que me llamo mucho más la atención. En una
habitación mucho más pequeña, había un segundo grupo de personas. Ellos no
cantaban ninguna de las canciones y no escuchaban ninguno de los mensajes,
porque estaban allí para orar por esa reunión que se estaba celebrando. Tenían
con ellos una larga lista que incluía una serie de nombres entre los que
incluían el nombre del orador, del grupo de la alabanza y por casa cosa que se
estuviese haciendo en este lugar. Este pequeño grupo intercedía por cada cosa
que se escuchaba en la sala grande. Su don era la oración, su llamado era la
oración, su tarea era la oración. Y así oraban y oraban, hora tras hora y día
tras día.
Estoy seguro que El Señor hizo cosas emocionantes y
memorables en esa reunión. Estoy seguro de que los que entregaron su vida a
Cristo, los que fueron perdonados de sus pecados, los que salieron más animados
fue porque Dios lo permitió y uso a los predicadores y al grupo de alabanza.
Pero, ¿Quién puede decir que habría habido una verdadera adoración en las
canciones, algún gran poder en los sermones si no hubiera sido por el
compromiso invisible, el trabajo ferviente, de aquellos que oraron aparte?
¿Quién puede decir que algo de eso habría llegado al corazón de los oyentes si
esas oraciones no hubieran llegado primero al oído de Dios?
El capitán de un gran barco de vapor puede gritar “a toda
velocidad”, pero su mandato es totalmente impotente para hacerlo realidad. Son
los hombres de debajo de la cubierta, los hombres de la sala de máquinas,
quienes tienen que palear el carbón en las calderas y así provocar al barco a
velocidades cada vez mayores. Es posible que al capitán se le haya dado un
camarote elegante y que haya vestido un elegante uniforme y que haya sido
tratado con gran pompa, pero fueron quienes pasaron desapercibidos quienes
impulsaron el barco hacia adelante, quienes le dieron su poder. Su éxito fue inseparable
de su labor.
Y de la misma manera, ¿no podría ser que la efectividad de
los sermones dependa tanto de las oraciones de los santos invisibles como de la
preparación y entrega de los más grandes predicadores? ¿No podría ser que el
verdadero poder no proviene del que está parado en el atril sino del que está
arrodillado detrás de él?
¿No sería esto coherente con la forma en que Dios ha
ordenado su reino en el que los más grandes son tan a menudo los menos
considerados? Porque en la economía de Dios, el fervor cuenta más que la
elocuencia, la obediencia más que el aplauso, la sumisión más que cualquier
medida de éxito visible. Si Dios elige al débil para avergonzar al fuerte, será
por algo.
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