¿Te has preguntado alguna vez de qué trata la vida
cristiana? Sencillamente se trata de conocer a Dios y a su hijo Jesucristo y
dar fruto. En el evangelio de Juan, Jesús dijo:
“No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os
he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que
todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Juan 15.16). Por lo
cual, lo que Dios planeó para los cristianos no era solamente creer y sin nada
más. Dios nos comisionó para que hicieras una cosa: para que fuéramos y
lleváramos fruto.
Quiero compartiros una historia que está en el evangelio de
Mateo capítulo 21 versículos 18 y 19 y cuenta la maldición de la higuera
estéril que pronuncia nuestro Señor. Se nos cuenta cómo, teniendo hambre, Jesús
se acercó a una higuera que había junto al camino, pero “no halló nada en ella,
sino hojas solamente; y le dijo: Nunca jamás nazca de ti fruto. Y luego se secó
la higuera. En aquella higuera seca había una lección de las que nos hacen
examinarnos a nosotros mismos; esa higuera predica una enseñanza que haremos
bien en escuchar.
Esa higuera, llena de hojas, pero sin fruto, era un claro
símbolo de lo que era la Iglesia judía en el tiempo en que nuestro Señor estuvo
sobre la Tierra. La Iglesia judía lo tenía todo para hacer una representación
de cara al exterior: tenía el Templo, los sacerdotes, el culto diario, las
fiestas anuales, las Escrituras del Antiguo Testamento, los grupos de los
levitas, el sacrificio de la mañana así como el de la tarde. Pero bajo estas
hojas de excelente apariencia, la Iglesia judía estaba absolutamente desprovista
de fruto. No tenía gracia, no tenía fe, ni amor, ni humildad, ni
espiritualidad, ni una santidad auténtica ni deseos de recibir a su Mesías
(Juan 1.11). Y por ello, al igual que la higuera, la Iglesia judía había de
secarse muy pronto. Había de ser desnudada de todos sus ornamentos externos, y
sus miembros habían de ser esparcidos por toda la faz de la Tierra; Jerusalén
había de ser destruida; el Templo había de ser quemado; el sacrificio diario
había de desaparecer; la higuera había de secarse hasta la mismísima raíz. Y
así ocurrió. Ninguna otra profecía se cumplió jamás de forma tan literal.
Pero no debemos detenernos aquí. Estas cosas fueron escritas
no solamente para los judíos sino también para nosotros. ¿No es cierto que toda
aquella rama de la Iglesia visible de Cristo que no da fruto, corre el terrible
peligro de convertirse en una higuera seca?
Sin lugar a dudas, así es. Hacer una profesión de elevado
carácter eclesiástico sin que en realidad haya santidad entre el pueblo, o
tener una confianza desmesurada en los congresos, pastores, liturgias y
ceremonias, mientras que el arrepentimiento y la fe han caído en el olvido, son
cosas que han supuesto la ruina de muchas iglesias visibles en el pasado, y
puede que aún lo sean de muchas más. ¿Dónde están esas iglesias que en otro
tiempo fueran las famosas iglesias de Éfeso y Sardis? Todas ellas han
desaparecido. Tenían hojas, pero no tenían ningún fruto. La maldición de
nuestro Señor vino sobre ellas: se convirtieron en higueras secas.
Debemos cuidarnos y tener en cuenta esta enseñanza, porque todo
aquel que profesa ser cristiano, pero no da fruto, corre el terrible peligro de
convertirse en una higuera seca. No puede haber duda alguna de que así es.
Mientras un hombre se contente simplemente con las hojas de
la religión, teniendo una apariencia de santidad aunque carezca de fruto,
estará exponiendo su alma a un gran peligro. Mientras se conforme yendo a la
iglesia, participando de la Cena del Señor y recibiendo el nombre de
“cristiano”, pero sin que su corazón cambie y sin dejar sus pecados, estará
provocando a Dios diariamente a cortarlo de raíz, y así dejarlo ya sin remedio.
¡El fruto, el fruto! ¡El fruto del Espíritu es la única
prueba segura de que estamos unidos a Cristo para salvación, y de que estamos
en el camino hacia el Cielo!
Ojalá hermanos penetre esto muy hondo en nuestros
corazones, y no lo olvidemos nunca!
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