Muchas veces cuando debía enfrentarme a un nuevo reto en mi
vida lo primero que hacia era mirarme a mí mismo y a mis propias capacidades,
razón suficiente para poder desanimarme, limitarme y abandonar todo aquello que
empezaba. Desde muy temprana edad y hasta donde me llega mis recuerdos, siempre
intentaba buscar el sitio que fuera menos visible y que requiriera el menor
contacto visual con los demás. Hacia todo lo posible por pasar inadvertido,
evitando tener contacto con el menor posible de compañeros y cualquier otra cosa que hiciera que la
gente se fijara en mí. Evitaba crear empatía con los demás, y lo peor de todo
es que este “grave problema” me duro muchos años de mi vida.
Con el tiempo llegue a pensar, que el problema era la falta
de confianza en mí mismo, pues, por naturaleza era una persona que no tenía
mucha confianza en sí mismo. Me preocupaba mucho lo que los demás pensaran de
mí, me preocupaba no estar a la altura de los demás. Podía atormentarme
imaginando que la gente estaba hablando de mí. Por eso he pasado gran parte de mi vida
intentando pasar desapercibido.
Eso fue entonces. Hoy, por lo general, puedo pararme frente a un grupo de personas y hacerlo con un grado de confianza bastante significativo. Puedo pararme frente a una persona (que en realidad es bastante fácil) o ante un grupo de personas (que es mucho más difícil) para hablar, predicar o responder preguntas, sin ningún tipo de problemas.
¿Qué hizo la diferencia? ¿Cómo gané ese tipo de confianza?
Estoy seguro de que la edad y la madurez ayudaron, pero hubo una diferencia que
supera a todas las demás: determiné que cuando hablara lo haría con la
autoridad de Dios, no con la mía. Decidí que cuando me pusiera de frente a la gente ya no compartiría mis
propias opiniones ni me apoyaría en mi propia sabiduría. Más bien, todo lo que
hablara o enseñara estaría fundamentado en la Palabra de Dios. Aunque había
sido una persona sin confianza, tomaría mi confianza de Dios. Ahora no soy yo,
es Dios en mí, por eso fundo cualquier conversación que tenga, tanto en
hospitales, en centros de Internamientos, en sermones, en cualquier consejo en
un texto de las Sagradas Escrituras, eso me da la confianza de que lo que digo no
proviene de mí, sino de Dios. Me permite ganar confianza de que estoy en el
terreno más sólido, que estoy comunicando un mensaje coherente con la Palabra
de Dios y facultado por el Espíritu de Dios.
Aquí es cómo adquirí la confianza que me faltaba, empecé a
estudiar, a escudriñar las Sagradas Escrituras, a aumentar mis conocimientos de
la Palabra de Dios. Y habiendo crecido en su conocimiento de su Palabra, empecé
a crecer en su capacidad para comunicarla. Luego, cuando se me da la
oportunidad de presentársela ante las personas, fundamento mis palabras, mi
mensaje en la verdad eterna e inmutable de la Palabra de Dios.
Si quieres un buen consejo para no tener que esconderte de
nadie, para enfrentar cualquier reto, por muy difícil que sea, haz de la
sabiduría de Dios tu sabiduría, moldea tus palabras con sus palabras, deja que
su confianza sea tu confianza. Cuando sientas que surgen esas oleadas de dudas,
recuerda que aunque no tienes nada que decir ni sabiduría que ofrecer, Dios
ciertamente lo hace.
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