“Paguen a cada uno lo que le corresponda… al que deban
respeto, muéstrenle respeto; al que deban honor, ríndanle honor.” (Romanos 13.7b)
Una mujer muy pobre pudo enviar a su hijo a la
Universidad. Cuando estaba por graduarse, el muchacho le escribió una
carta a la madre pidiéndole que asistiera a la ceremonia.
Pero ella le dijo que no podía ir porque
tenía un solo vestido, bastante viejo.
El hijo le aseguró que lo del vestido viejo no le importaba. Lo que quería era que estuviese ella. Por
fin, la señora hizo el viaje. El día de
la entrega de diplomas, el joven entró al salón de actos con su madre, y le
buscó uno de los mejores asientos. Mucho
se sorprendió la anciana cuando supo que el hijo era el mejor alumno de su
generación, y cuando el muchacho recibió el premio, descendió del escenario y
delante de todo el público reunido, besó a su madre y le dijo:
Toma mamá, este premio es tuyo. Si no hubiese sido por ti, jamás lo hubiera
sacado.
El mandamiento de honrar a los padres (Efesios 6.2), es el único mandamiento con promesa: “para que
te vaya bien y seas de larga vida sobre la tierra.” (Efesios 6.3). El honor
engendra honor. Dios no honrará a aquellos que no obedezcan su mandamiento de
honrar a sus padres. Si deseamos complacer a Dios y ser bendecidos, debemos
honrar a nuestros padres. Honrar no es fácil, no siempre es divertido, y
ciertamente es imposible en nuestra propia fuerza. Pero el honor es un camino
seguro para nuestro propósito en la vida: glorificar a Dios.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto
agrada al Señor (Colosenses 3.20).
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