No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de
los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en
tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí;
apartaos de mí, hacedores de maldad. (Mateo 7.21-23)
Jesús está hablando a sus discípulos y les señala la
diferencia entre dos grupos de personas o entre dos maneras diferentes de
entender y practicar el caminar cristiano. Leyendo esta parte de las Sagradas
Escritura en seguida observamos que no se trata de la diferencia entre
cristianos e incrédulos, sino entre dos grupos de personas que creen, todas
ellas, que son seguidoras de Jesús. Tanto los unos como los otros se sientan a
sus pies para ser enseñados por él (vs. 24 y 26). Tanto los unos como los otros
le llaman Señor (v. 21). Por lo tanto, aquí tenemos que distinguir entre
discípulos y falsos discípulos, no entre
creyentes y paganos.
La carta de presentación de muchos que se hacen llamar
cristianos son sus grandes ministerios, profetizan en el nombre del Señor,
expulsar demonios, hacer milagros en su nombre, hacen grandes campañas de
supuesto evangelismo, tienen grandes cultos, ministerios radiofónicos y de
televisión, por supuesto todos éstos confiesan en su vida el señorío de Jesús y
piensan que son buenos discípulos de Jesús, de ahí su extrañeza y sorpresa ante
las duras palabras del Maestro.
Quienes pensaban que por hacer todas esas actividades,
seguir al Señor y actuar en su nombre, era suficiente estaban equivocados, Jesús les habla muy duro y les declara que
nunca les conoció ¿Puede haber algo más decepcionante?
Es posible participar en las actividades de la iglesia sólo
porque somos personas activas por naturaleza o porque el realizar actividades nos
da una razón para asistir a la iglesia y una sensación de quedar bien ante los
pastores y hermanos. Con sus labios, profesan actuar desinteresadamente para la
gloria de Dios, para la extensión de su reino o para el bien de los demás.
Pero, en realidad, no conocen al Señor ni son reconocidos por él. El servir a
Dios no es malo, siempre y cuanto las motivaciones no sean defectuosas y se
hagan para la gloria de Dios.
Por eso mismo, las palabras de Jesús nos desconciertan y
puede que nos asusten. Porque ¿quién de nosotros no es consciente de las
imperfecciones de nuestro compromiso con el Señor? Aun teniendo las mejores
intenciones descubrimos que no siempre vivimos para la gloria de Dios ni para
hacer su voluntad, sino que el viejo egocentrismo hace acto de presencia en
nuestra vida y, antes de que nos demos cuenta de ello, ya hemos vuelto a
entregarnos a los malos hábitos de la carne o hemos cedido ante las seducciones
del mundo; o descubrimos que no siempre acatamos las enseñanzas de Jesús, sino
que seguimos bajo los dictados de los impulsos de nuestra propia carnalidad. Y,
aunque pudiéramos garantizar la integridad y la coherencia de nuestro compromiso,
¿quién de nosotros conoce lo bastante su propio corazón como para asegurarse de
la pureza de sus motivaciones? Entramos en el reino, pues, no por lo que
decimos, sino por lo que somos.
No es cuestión de palabras, sino de hechos. Sin embargo, no
es cuestión de hechos realizados de cualquier manera, sino de hechos que brotan
del sincero deseo de hacer la voluntad de Dios. No todo el que me dice: «Señor,
Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre que está en los cielos.
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