El verano trae consigo muchas posibilidades de disfrutar y
beneficios. Tiempo libre y momentos de ocio, como los paseos en el atardecer, las
barbacoas, las terrazas, una buena sesión de cine o los grandes eventos
deportivos como las esperadísimas Olimpiadas. Con un año de retraso debido a lo
que ya todos sabemos ha comenzado otra Olimpiada esta vez en Tokio y el mundo
entero se revoluciona. De repente, nos despertamos temprano y nos pasamos horas
y horas junto al televisor para ver a los atletas saltar, correr, lanzar o sumergirse
en las piscinas. No podemos evitar animarnos mientras vemos deportes poco
conocidos o que nunca hemos visto y que por primera vez están en las olimpiadas
como el karate, surf, escalada deportiva y skateboarding o monopatinaje.
Personalmente me gusta ver los Juegos Olímpicos, porque como deportista quiero ver lo mejor del mundo en cada disciplina. Los atletas no llegan a los Juegos Olímpicos por un sorteo o recomendación, no obtienen la oportunidad de representar a sus países a través de ningún privilegio. Llegan a los Juegos Olímpicos porque durante mucho tiempo han trabajado duro, comprometiendo toda su vida al deporte que practican. Puede que no sepamos mucho sobre ciertos deportes, pero sí sabemos que estamos viendo algo que requirió miles de horas de entrenamiento. Puede que no sepamos nada sobre una pirueta en la gimnasia, pero sabemos que se necesitaron años de trabajo doloroso para realizar un movimiento tan acrobático.
En su primera carta a la iglesia de Corinto, el apóstol Pablo
usa a los atletas como una metáfora para describir cómo los creyentes deben
acercarse a la vida cristiana. “¿No sabéis que los que corren en el estadio,
todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal
manera que lo obtengáis.” (1 Corintios 9.24). Por supuesto que los corintios lo
sabían. Su ciudad fue el hogar de los Juegos Ístmicos. Cada dos años, llegaban
los mejores atletas del mundo, con la mente puesta en conseguir un premio. En
esos días, no había deportes de equipo, por lo que cada atleta competía solo, y
no había medallas de plata y de bronce, por lo que cada atleta competía para
ser el primero. Pablo les dice a estos creyentes que piensen en la vida
cristiana como una carrera y que imiten al tipo de atleta que corre no solo
para competir sino para salir victorioso. Luchando contra la pasión de la
carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida.
¿Pero cómo deben competir? ¿Qué deben hacer para asegurarse
de ganar esta carrera? Pablo continúa: “Los que se preparan para competir en un
deporte, evitan todo lo que pueda hacerles daño” (1 Corintios 9.25). Los
atletas tienen éxito a través de evitar todo aquello que les pueda hacer daño.
Se comprometen de todo corazón con su deporte y dejan de lado todos los vicios,
hábitos o actividades que puedan impedirles alcanzar el máximo rendimiento. Durante
mucho tiempo he estado cerca de deportistas muy comprometidos con su deporte y
les he visto como se han sometido durante muchos días y meses a duros
entrenamientos ante de una gran competición. En este tiempo, siguieron un
régimen estricto de entrenamiento, ejercicio y alimentación, estando
absolutamente decididos en su búsqueda de la victoria. Pablo está diciendo que la
clave para la victoria del atletismo es evitan todo aquello que les pueda hacer
daño. Como cristianos, el evitar todo
aquello que nos aleje de Dios es la clave para la victoria en la vida
cristiana. Las buenas intenciones no llevarán a los cristianos a la victoria,
el esfuerzo a medias no traerá recompensa, la falta de disciplina solo conducirá
a la descalificación. Es solo mediante el autocontrol que los atletas obtendrán
el premio, y es solo mediante el autocontrol que los cristianos podamos obtener
nuestra recompensa.
Y después del gran esfuerzo llega el momento de las
recompensas. Entonces, ¿cuál era la recompensa que podían ganar estos atletas?
“Lo hacen para recibir una corona perecedera, pero nosotros una imperecedera”
(1 Corintios 9.25). En los primeros días de los juegos, los atletas fueron
recompensados con una corona tejida con hojas secas de apio. Posteriormente,
en época romana, fue sustituida por una corona de pino. Estas coronas eran
orgánicas y perecederas, de modo que en 10 o 20 años se convertirían en polvo.
Pablo hace una comparación: si los atletas ejercen una disciplina rígida por el
bien de una corona perecedera, ¿no deberían los cristianos trabajar aún más por
una recompensa que perdurará para siempre? Pablo no dice cuál es esta
recompensa, pero su punto es claro: el cristiano que gana esta carrera recibe
un premio de valor inconmensurable y duración ilimitada.
Amigo, estamos en la carrera por el premio imperecedero.
¿Estamos corriendo para conseguirlo? No tendremos ninguna esperanza de victoria
a menos que estemos decidido a prevalecer y a menos que demostremos nuestra
determinación con dedicación y disciplina. Solo tenemos una vida que vivir, una
carrera que correr. ¡Vívela con todas tus fuerzas y corre siempre para ganar!
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