Esta semana ha sido sin lugar a duda los días más duros que
he vivido como capellán en el hospital. Estábamos haciendo la asistencia desde
diciembre de una mamá y de su bebé, ingresado en espera de un trasplante. A no
ser la mamá compatible con su hijo esta no podía ser donante, entonces la
solución era esperar a que apareciese algún donante compatible con el bebé.,
pero este no llegaba y la situación se volvió complicada y difícil, si el
órgano no llegaba rápido la vida del bebé corría peligro.
Después de muchos
problemas el miércoles el bebé falleció, y esas horas anteriores fueron muy
duras y difíciles, no dejamos de orar y de confiar en Dios hasta el último
momento, pero la situación era irreversible.
La muerte de un hijo deja una huella de dolor que por
siempre estará gravada en el corazón de su madre y familia. Una parte de ellos
se va junto a su hijo mientras que el futuro cambia para siempre… no sólo
pierden su presencia física sino también todos los sueños, proyectos y
expectativas que tenían en mente desde antes que naciera. La familia se
cuestionan si la vida tendrá algún sentido mientras se preguntan: “¿Cómo voy a
hacer para sobrevivir al dolor de su ausencia? El enojo se apodera de ellos
como un huracán que desea arrasar con todo lo que encuentra a su paso, entonces
Dios, los médicos, y todos a su alrededor nos convertimos en blanco de ataques
por no poder haber evitado esta muerte.
Será presuntuoso por mi parte decirle a la mamá como debía manejar
la muerte de su bebé, sin embargo, sí, sabemos que aquellos que tienen puesta
su confianza en Dios son más aptos para recuperarse de una pérdida con un mayor
sentido de normalidad que aquellos sin una fe genuina y positiva en Dios.
También es cierto que cada persona maneja el dolor de forma
diferente. Las emociones varían ampliamente en su intensidad. Estas emociones
son normales y naturales. En segundo lugar, ninguna madre se sana completamente
de la pérdida de un niño. No es como una enfermedad de la que nos recuperamos. Muchos
consejeros y pastores lo comparan a una herida física que cambia la vida. Sin
embargo, también debemos saber que aunque siempre podemos sentir la pérdida, su
intensidad disminuye con el tiempo.
Con esto cierto, ¿cómo manejan los padres cristianos la
muerte de un niño? ¿Cómo podíamos consolar a esta mamá? ¿Cómo debería manejar
esta mujer la muerte de su hijo? ¿Aborda la Biblia el tema, y en caso
afirmativo, de qué manera?
Es la fe del cristiano en un Dios amoroso y fiel que nos
permite resistir y recuperarnos de la pérdida de un hijo. Tal fue el caso de
David en la pérdida de su primer hijo que murió siete días después del
nacimiento (2 Samuel 12.18-19). En esta triste historia hay un par de lecciones
valiosas que podemos aprender y que pueden ayudar a padres afligidos a afrontar
el futuro con esperanza.
Lo primero que aprendemos de David fue su reacción a la
muerte de su hijo. Al enterarse de que el niño había muerto, hubo una
aceptación representada por sus acciones cuando "se levantó de la tierra,
y se lavó y se ungió, y cambió sus ropas, y entró a la casa de Jehová, y adoró.
Después vino a su casa, y pidió, y le pusieron pan, y comió" (2 Samuel 12.20).
Lo sorprendente de este pasaje es que David "entró a la casa de Jehová y
adoró". En otras palabras, David no sólo aceptó la muerte de su hijo, sino
que se lo dio todo a Dios en adoración. La capacidad de adorar y honrar a Dios
en tiempos de crisis o prueba es una poderosa demostración de nuestra confianza
total en Dios. Hacerlo nos permite aceptar la realidad de nuestra pérdida. Y
esto es cómo Dios nos libera para seguir viviendo. En esta historia, David nos
enseña la forma de soltar lo que no podemos cambiar.
La siguiente lección es la más reveladora. Es la confianza
en el conocimiento de que los niños que mueren antes de que lleguen a la edad
de responsabilidad van al cielo. La respuesta de David a aquellos cuestionando
su reacción a la muerte de su hijo siempre ha sido una gran fuente de consuelo
para los padres creyentes que han perdido bebés y niños pequeños. "Más
ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a
él, mas él no volverá a mí.” (2 Samuel 12.23). David estaba confiando
plenamente en que se encontraría con su hijo en el cielo. Este pasaje es una
poderosa indicación de que los bebés, que fallecen, irán al cielo.
Estoy convencido que la muerte de su bebé es una experiencia
única en la vida de esta mujer, pero las respuestas esperanzadoras que nos da
la Palabra de Dios, deben proporcionarnos consuelo y fortaleza en esos momentos
difíciles y complicados por el fallecimiento de un ser querido.
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