Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la
que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.
(Efesios 4.29)
El viejo hombre habla cosas “corrompidas”, pero el nuevo
hombre, lo que edifica. La palabra “corromper”
describe una fruta repulsiva, que está echada a perder, podrida, que huele mal,
no apta para comer.
El apóstol no se refería sólo a las palabras vulgares y
soeces, que muchas veces salen de nuestras bocas, sino a todas palabras que no
contribuye al bien de los demás; palabras que atacan, humillan, critican,
culpan, recuerdan, exigen, burlan, amenazan, lastiman, incluye también el
sarcasmo que hiere, el humor que ofende, la murmuración que rompe amistades y
otros errores semejantes.
Así que, sea cual sea el conflicto, las palabras sí
importan; importan y mucho. Estoy convencido de que la mayoría de los
conflictos podría resolverse con un daño mínimo a las personas y a la iglesia,
si pusiéramos tanto nuestra ira como nuestras palabras bajo el control del
Espíritu Santo. De hecho, la Palabra de Dios nos enseña referente a los
conflictos que controlemos nuestra ira y nuestras palabras que forma parte de las muchas disputas entre los cristianos.
(Efesios 4.29-30)
En este pasaje de Pablo a la iglesia de Éfeso, les dice que las
palabras que son buenas tiene tres características:
1) Edifican.
2) Llena la necesidad del momento
3) Da gracia a los
que lo oyen.
Ejemplos de palabras que tienen estas cualidades son las que
dan ánimo, estímulo, afecto, admiración, agradecimiento, compromiso, apoyo,
entusiasmo; palabras que piden apoyo y consejo, que piden perdón, que sanan
heridas, que reconocen que todos somos frágiles y las que comparten alegrías,
sueños y metas.
La Biblia nos dice: "muerte y vida están en poder de la
lengua" (Proverbios 18.21). Esto significa que, en la actualidad, es mucho
lo que está en juego con lo que decimos. Y en nuestros días, la palabra
"lengua" incluye lo que escribimos, dibujamos, hablamos o firmamos.
Sé una persona con una boca llena de vida.
“Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de
su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los
santificados” (Hechos 20.32).
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