En la entrada del hospital “S. Giacomo” de Roma, está
esculpida la siguiente frase: “Ven para ser sanado, si no sanado al menos
curado, si no curado al menos consolado”.
Las tres palabras: “sanar”, “curar”, y “consolar”, proponen varios horizontes de
salud y de esperanza. Los profesionales sanitarios, los enfermos y los
familiares centran su atención en uno de
estos, generalmente en la recuperación física, dejando de lado o minimizando el
valor de los otros.
Si examinamos los trabajos de las diferentes profesiones, podemos decir que los médicos se preocupan sobre todo de “sanar”, las enfermeras de “curar” y los capellanes de “consolar”. A la luz de su preparación técnica y científica, los médicos se sienten llamados en primer lugar a la tarea de sanar, a través de diagnósticos, operaciones quirúrgicas o terapéuticas, tienden a dar salud a quien está enfermo.
La preocupación de las enfermeras es de curar y aliviar
el sufrimiento respondiendo a las necesidades físicas, mentales y psicológicas
del enfermo.
La contribución del capellán se centra en consolar, dar
ánimo y apoyo para que el enfermo sea fuerte en la situación que vive. Confortar,
aliviar la aflicción al enfermo, y llevar esperanza, que le permitirá al
enfermo tener paciencia en los momentos adversos, compartiendo mediante gestos
de cercanía y solidaridad el mensaje del amor de Dios.
Parece evidente que el enfermo
lo primero que busca apasionadamente es la
salud, pero quizás de lo que está necesitado es de salvación. El trabajo desarrollado por médicos, enfermeras y capellanes es de suma importancia, pero ante todo como cristianos reconocemos que sólo Dios puede
dar al enfermo esa palabra, ese conocimiento acerca de El mismo, que les ayudara a aceptar gustosamente el dolor, la debilidad, la angustia. Dios es el
Padre de misericordias y Dios de toda consolación, (2 Corintios. 1.3).
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