Anunciar el evangelio es una gran responsabilidad, debido a que la forma de presentarlo y vivirlo alentará a la gente ya sea a aceptarlo o a rechazarlo. Sea que hablemos desde un púlpito, enseñemos en un aula o hablemos a los amigos, se nos ha encomendado la tarea de proclamar y vivir como se debe la Palabra de Dios. Cuando predicamos la Palabra de Dios a nuestros amigos, familiares y vecinos, estos mirarán la eficacia de la misma en nuestra vida. Si nosotros lo predicamos, tenemos que asegurarnos de vivirlo.
La personalización del mensaje o la predicación personalizada exige del predicador algunas actitudes fundamentales.
En primer lugar, humildad, mucha humildad, para presentar el mensaje como una propuesta de buena noticia y no como una imposición o una carga. Esa humildad permite que el predicador no se apropie del mensaje, ni hable en nombre propio. El ejemplo de Juan Bautista nos debe inspirar: “Es preciso que yo mengüe y Él crezca”. No es lo mismo predicarse a sí mismo que predicar a Cristo.
En segundo lugar, la predicación personalizada requiere honestidad, mucha honestidad, para no decir más de lo que el predicador cree, aunque tenga que predicar más de lo que entiende. Puede predicar lo que cree la Iglesia, aunque no lo comprenda, pero es necesario que lo crea.
En tercer lugar, requiere mucho coraje y valentía para no callar el mensaje, para no limar sus aristas o acomodarlo a los gustos del oyente, de forma que se vuelva dulzón para los oyentes.
Hablaba Dios al profeta Jeremías y le decía; El profeta que tuviere un sueño, cuente el sueño; a aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera…
(Jeremías 23.28)
Silenciar el mensaje o acomodarlo, como así mismo no darlo con la responsabilidad que Dios nos exige, significa traicionar el verdadero Evangelio.